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Por Juan Salvador Delú, integrante de Radio Futura y presidente de FARCO

La soberanía digital y la concentración mediática son desafíos críticos en América Latina. La desregulación ha dejado a la sociedad vulnerable ante grandes corporaciones. Mientras otras regiones han implementado estrictas normativas para proteger la información y los derechos de los ciudadanos, nuestra región parece haber optado por un enfoque de “dejar hacer”, permitiendo que gigantes como Google, Netflix y el Grupo Clarín operen con normativas de baja o mínima intensidad. Esta foto no es un accidente; es consecuencia de un sistema que privilegia la rentabilidad sobre el bien común, donde la información es mercancía más que un derecho humano.

La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, sancionada en 2009, representó un intento ambicioso de romper con esta lógica. En su esencia, la ley buscaba democratizar el acceso a la palabra y dar micrófono a sectores históricamente marginados. Inspirada en principios internacionales, como la Convención de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural, se aspiraba a frenar aspiraciones monopólicas y permitir que nuevos actores, incluidas asociaciones civiles y medios comunitarios, accedieran al espectro radioeléctrico. Sin embargo, la resistencia de los grupos corporativos ha demostrado ser efectiva.

Los intentos de la ley de crear un espacio mediático diverso han chocado con un sistema político-empresarial que se resistió al cambio, sosteniendo una narrativa dominante que deslegitimó su eficacia. De este modo, podemos decir hoy que el mundo cambió, antes que la ley termine de aplicarse.

La actual ausencia de políticas de ciberseguridad y soberanía digital en América Latina es alarmante. En detrimento de marcos regulatorios robustos, hemos permitido que las plataformas digitales operen sin un control significativo, contribuyendo a la concentración de poder informativo.

Este fenómeno se manifiesta en un entorno donde las narrativas son moldeadas por algoritmos diseñados para maximizar la atención y la interacción, dejando de lado contenidos que podrían ser más informativos y críticos. Si observamos a YouTube podemos ver cómo, a pesar de ser un vasto océano de contenido cultural, se convierte también en un guardián que controla el acceso a ese acervo histórico. La plataforma, aún facilitando la democratización del contenido, opera bajo la lógica del capital y decide qué relatos prevalecen y cuáles son relegados. Este control corporativo sobre el patrimonio cultural plantea una paradoja: al proporcionar un espacio para la diversidad cultural, también perpetúa un sistema donde las decisiones sobre qué voces se amplifican son tomadas en oficinas corporativas, distantes de las comunidades que generan ese contenido.

Sin embargo, el verdadero problema radica en cómo los algoritmos, lejos de ser neutrales, priorizan aquellos contenidos que generan más interacciones y ganancias, en detrimento de aquellos que fomentan un análisis crítico o el pluralismo. Esto tiene un efecto profundo en la sociedad: crea lo que se ha llamado «burbujas informativas», donde los usuarios se ven atrapados en ecosistemas cerrados, recibiendo solo aquello que refuerza sus prejuicios y opiniones preexistentes. En lugar de promover un diálogo entre diferentes visiones del mundo, se alimenta la polarización política y social, haciendo más difícil el debate informado y más fácil la manipulación de la opinión pública.

Además, las corporaciones no solo moldean lo que vemos, sino también lo que no vemos. Los algoritmos están diseñados para maximizar la rentabilidad, lo que significa que priorizan contenido sensacionalista o emocionalmente cargado, que es más rentable en términos de clics y visualizaciones. Esto desplaza a los contenidos que pueden ser más equilibrados, investigativos o simplemente menos provocativos.

¿Qué es finalmente lo que queda atrapado bajo capas de entretenimiento publicitario superficial?

Aún más alarmante es la capacidad de influir en las elecciones, las políticas públicas y las crisis globales. La proliferación de noticias falsas durante pandemias y conflictos demuestran cómo estos actores digitales pueden, moldear el curso de los acontecimientos en función de sus intereses económicos. En lugar de garantizar un acceso equitativo al conocimiento, se privatiza el bien común de los datos, reduciéndolo a una herramienta de control y manipulación masiva.

Este control desmesurado plantea una paradoja: por un lado, Google y YouTube se presentan como los guardianes del conocimiento y la búsqueda, pero por otro, operan bajo una lógica comercial que distorsiona, desvirtuando el debate democrático y sacrificando la pluralidad. Vamos camino a un horizonte donde la información pública estará en manos de algoritmos y estructuras que priorizan la división, la controversia y el lucro por encima del diálogo constructivo.

Google ha evolucionado para convertirse en una entidad que no solo organiza contenido, sino que también define lo que se considera relevante, influenciada por la publicidad y el interés comercial.

Las posiciones dominantes amenazan privacidad y autonomía. La soberanía digital no puede ser un concepto abstracto; debe materializarse en acciones concretas y regulaciones efectivas. Es fundamental establecer un marco normativo que incluya a las plataformas digitales, exigiendo transparencia en sus operaciones y garantizando que los contenidos no sean solo productos de consumo, sino vehículos de una comunicación crítica. Este marco debe tener en cuenta la diversidad cultural y las necesidades específicas de las comunidades, asegurando que todas las voces tengan la oportunidad de ser escuchadas. La batalla por la soberanía digital es, por lo tanto, una lucha por el futuro mismo de nuestras democracias.

En este contexto, la infraestructura de internet en Argentina emerge como un punto débil. En áreas rurales y comunidades vulnerables, el acceso a una conectividad de calidad es una deuda, lo que limita las oportunidades de desarrollo digital. Las experiencias de fomento a la conectividad social deben priorizarse, fundirse en esfuerzos para mitigar la brecha, ampliando el acceso a internet en zonas desfavorecidas y priorizando la inclusión digital. Debemos reforzar la infraestructura en puntos estratégicos, estableciendo centros de acceso comunitario, ampliando la red de fibra óptica.

¿Qué sucederá si el Estado se retira abandonando cualquier política de fomento? Sin un compromiso continuo hacia la conectividad social, el riesgo es que se profundicen esas grietas digitales, relegando a las comunidades vulnerables a un futuro de exclusión y aislamiento informático. La falta de un enfoque sostenido en el desarrollo de la infraestructura no solo limitará el acceso a la información, sino que también afectará negativamente el desarrollo social y económico del país en su conjunto.

La historia de la Ley de Medios es un recordatorio de que el camino hacia una comunicación equitativa está lleno de desafíos y controversias. La urgencia de esta causa se hace evidente en cada noticia manipulada, en cada voz silenciada y en cada intento de concentrar el poder en manos de unos pocos. No es esta una mera lucha técnica.

La lucha por una comunicación más justa y accesible es, en última instancia, una lucha por la democracia, y de nuestra capacidad de resistir a quiénes buscan consolidar el poder en manos de unos pocos.

Retomar el debate a 15 años de la sanción de una ley, puede sonar out of context, frente a la crisis económica, pero la reflexión es totalmente pertinente en este presente de desmotivaciones e incertezas. Discutir una normativa es una excusa para recordar la capacidad de transformar y dar vuelta las cosas que tiene el pueblo organizado. La voluntad militante al recorrer un país, sea en el Congreso de la Nación, en una radio comunitaria en Pocito, en una escuela de oficios para 13 alumnos o un anfiteatro para 500. La pasión de entusiasmarnos en la construcción de acuerdos para vivir mejor, para unir los puntos que están sueltos, debe ser hoy prioritario.

En un mundo donde la información y los datos son un commodity, la lucha por la soberanía es más urgente que nunca. Aunque el camino sea difícil, el cambio es posible.

El artículo fue publicado en Agencia FARCO, Argentina. 

 

América Latina se encuentra en una encrucijada: la falta de soberanía digital y la concentración mediática son una amenaza real que nos deja a merced de corporaciones. La última gran discusión fue la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual hace 15 años. Sin reglamentaciones efectivas, las plataformas digitales alimentan la polarización y juegan con nuestras opiniones. Es hora de volver a discutir normativas que no solo garanticen la diversidad, sino que también nos devuelvan el poder de nuestras voces.

Autor:

Cristina Cabral