2020-03-20
Frei Betto. Traducción de Esther Perez
Con sus nuevas tecnologías, la posmodernidad contrae el tiempo histórico y fragmenta los espacios sociales, ahora atomizada en tribus y grupos. Al destronar los grandes relatos, la globocolonización nos comprime en la ahoricidad, la plenitud del ahora. Ya no importan el antes y el después.
Desde la caída del Muro de Berlín, el sistema nos puso orejeras que no nos dejan otra alternativa que mirar el presente infinito. Nos impiden mirar hacia atrás, como hace el ángel de Walter Benjamin, y contemplar, indignados, la asombrosa cantidad de víctimas de la opresión y las tiranías.
Estamos condenados al memoricidio, a la muerte de la memoria. Sin ella no hay historia ni, mucho menos, historicidad. Y tampoco identidad y, por tanto, vínculo atávico al género, la clase o la nación. Las orejeras también nos impiden mirar hacia los lados para reconocer la otredad, la presencia del otro, tenderle las manos y practicar la solidaridad.
¡Tiempos nefastos y oscuros! Solo se nos permite mirar el presente, el aquí y ahora, sin posibilidad de vislumbrar el horizonte de expectativas. Las utopías se volatilizaron. El futuro se hizo contemporáneo en la ahoricidad, sin puertas ni ventanas abiertas a la esperanza. El tiempo histórico retorna a la condición de tiempo cíclico. Como en el reloj: las agujas se mueven, los segundos, los minutos y las horas se suceden, pero permanecen presos de un círculo hermético. Todas las posiciones de las agujas se repiten.
Así, encerrados en nuestras burbujas virtuales, se nos impregnan los sentimientos (¿pensar? ¡Ni pensarlo!) de que las guerras son inevitables, la desigualdad social es una mera entropía del progreso, y la miseria es la amarga recompensa de quien no ha sabido aprovechar las múltiples oportunidades que ofrece la vida.
La pluralidad de ideas, lo contradictorio, la diversidad de opiniones son falacias que retardan el progreso. ¿Por qué preocuparse por tener opinión propia si hay quien se ocupa de pensar por mí? Sobre todo porque ese alguien tiene el poder de ordenar el caos, uniformizar las ideas, hegemonizar las opiniones y erradicar toda discordancia que siembran la cizaña de la confusión y el pensamiento crítico.
Admítalo: usted ya no tiene libre albedrío, aunque crea que sí, porque ahora su libertad está sometida a la algoritmización. Son los algoritmos los que, tras captar y sistematizar su base de datos en internet, escogen por usted, determinan sus preferencias, deciden sus opciones.
Usted puede reírse cuando afirman que la Tierra es plana; que la humanidad desciende directamente de Adán y Eva; que las vacunas son nocivas; que la cultura es el caldo en el que germinan los embriones del marxismo, el globalismo y el ambientalismo.
¿A quién le importa su sonrisa irónica? La verdad, huérfana del tiempo, ahora es hija del poder. El clamor indignado de la ciencia ante tales afirmaciones es recibido con desdén. El poder siempre tiene la razón. Y su único proyecto de futuro es perpetuar el presente.
Ahora está prohibido soñar. O mejor, podemos soñar, siempre que abdiquemos del deseo de que el sueño se convierta en realidad. Si alguien insiste, lo rodearán muchos que ya se han hundido en el pantano viscoso de la ahoricidad. Y esos siempre insisten en que el pasado pasó, es inútil revisitarlo, y el futuro es solo una quimera, pues “no hay nada nuevo bajo el sol”, como dice el texto bíblico, ni lo habrá.
Urge que transitemos de la virtualidad a la realidad. Que extendamos el hilo que une esas dos puntas para no quedarnos inmovilizados en el interior de las burbujas virtuales que nos confinan al reino de la distopía. Sin conciencia histórica nuestra identidad se iguala a la de la nómada, y sin asumirnos como género, clase y nación nuestra existencia se resume a un mero fenómeno biológico, sin la trascendencia de una vida capaz de emerger en el proceso histórico como fenómeno biográfico.